Transformar desde el corazón: mi paso por el Programa para el Fortalecimiento de la Función Pública

Hay experiencias que no se viven: se respiran.

El Programa para el Fortalecimiento de la Función Pública en América Latina fue, para mí, una de ellas. No solo por el privilegio de haber sido seleccionada entre miles de jóvenes soñadores de la región, sino porque durante esas semanas aprendí que lo público no es un espacio ajeno, sino una extensión del alma cuando se pone al servicio de los demás.

A veces me pregunto qué fue exactamente lo que cambió. Tal vez fue escuchar a mis compañeros hablar con pasión sobre sus países, tan distintos y tan parecidos al mío. O quizás fueron los silencios compartidos en los pasillos de la Fundación Botín, cuando comprendimos que ser latinoamericano también implica cargar con cicatrices comunes: la desigualdad, la desconfianza, la desesperanza. Pero fue allí, en esa mezcla de realismo y utopía, donde entendí que servir es un acto profundamente humano. Que lo público no se reduce a la gestión o a la norma, sino que también habita en los gestos, en la empatía y en el compromiso de mirar al otro sin prejuicios.

Durante estas semanas aprendí que el cambio no empieza en las instituciones, sino en las personas que deciden vivir con propósito. En las conversaciones con mis compañeros descubrí que nos unía el deseo de construir algo mejor, de reconciliar la ética con la acción, la vocación con la realidad. Y, sobre todo, nos unía la certeza de que la esperanza también se gestiona. Confirmé que un buen servidor público es, ante todo, un buen ser humano, porque en un tiempo donde lo técnico parece dominarlo todo, fue liberador redescubrir la fuerza de la sensibilidad. En cada clase, en cada taller, comprendí que la función pública no es una estructura fría ni burocrática: es una forma de estar en el mundo, con los otros y para los otros.

El Programa me ayudó a reconciliar dos mundos que muchas veces parecen incompatibles: la vocación de servicio y el anhelo de libertad. Aprendí que servir no es renunciar a la individualidad, sino ponerla al servicio de una causa más grande. Que la política puede ser poética si se ejerce con honestidad, que la gestión pública puede ser creativa si se mira con curiosidad, y que los cambios más profundos nacen del ejemplo silencioso, no del ruido.

En el Programa también tuve la oportunidad de redescubrir mi propio país, Bolivia, desde la distancia. Entendí sus contradicciones, sus luchas y sus promesas con una mirada más compasiva. Me di cuenta de que muchas veces la desesperanza colectiva nace del desencanto individual. Y que, por lo tanto, cada uno de nosotros tiene la responsabilidad de volver a creer, aunque el contexto no acompañe: porque lo público también necesita de quienes sueñan con los ojos abiertos.

El impacto más grande del Programa, para mí, no fue académico ni institucional. Fue humano. Personas que me recordaron que el liderazgo no se mide en títulos ni cargos, sino en la capacidad de inspirar y construir confianza.

Regresé a casa distinta, no porque todo haya cambiado, sino porque yo decidí cambiar la forma en que miro lo que me rodea. Hoy, un año después, sigo sintiendo que algo del espíritu del Programa habita en mí. En mi trabajo, en mis proyectos, en la forma en que me relaciono con las instituciones y con las personas. Me enseñó a pensar en lo público como una oportunidad de encuentro, no de poder; de cooperación, no de imposición. A creer que la integridad también se contagia, que los pequeños actos honestos tienen un eco más grande del que imaginamos y que existimos jóvenes capaces de transformar la frustración en propósito, la crítica en propuesta, la queja en acción. Y eso, quizás, sea el mayor legado del Programa: demostrarnos que el cambio es posible cuando se construye desde el corazón

Me gusta pensar que somos una generación puente. Que venimos a tender lazos entre el desencanto y la posibilidad, entre la queja y la acción. Que hemos decidido no mirar hacia otro lado, aun cuando hacerlo sería más fácil.

Porque servir, después de todo, no es otra cosa que seguir creyendo en la bondad como fuerza transformadora. Ahora sé que no basta con soñar: hay que construir todos los días y es una tarea que realizamos desde el lugar que nos toca.

Una tarea a la que vale la pena dedicar la vida entera.

Fotografía: Belén de Benito



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